Encuentro con José Saramago una tarde de Julio



Por Martín Cuitzeo Domínguez Núñez

Mi abuela quería conocer a José Saramago. Por eso yo la había acompañado al Palacio de Minería en donde se celebraba la feria del libro de la ciudad. Cuando llegamos las escaleras de caracol y los vitrales ambarinos me dieron la impresión de que había viajado al siglo XIX. Yo no tenía la intención de que me autografiaran ningún libro, no quería pasar al salón de actos. Sólo acompañaba a mi abuela.

En tanto, mientras esperábamos en la escalera, mi padre, que acababa de llegar, me convenció de que entrara a la firma de libros. Me compró, para que el portugués lo autografiara, un pequeño volumen titulado “La balsa de piedra”. Recuerdo que la pasta del librito era color turquesa y que por su tamaño se podía esconder fácilmente en la bolsa trasera del pantalón de los jeans.

De Saramago yo sólo había leído fragmentos y visto algunos documentales. Así, su literatura era para mi un collage  de “Viaje a Portugal”  “Todos los nombres”,  “El memorial del convento” y su participación en pro del zapatismo.

Nos pidieron pasar. El salón al que entramos era un cubo de luz y de mármol en el que el vacío se imponía. En el centro, como un detalle mínimo, estaba la mesa en donde Saramago y tres señoritas recibían a los bibliófilos. Mi abuela pasó primero. El luso le autografió el Evangelio. Luego me tocó a mí. Le puse el libro sobre la mesa y hablé con él. Le dije que por alguna razón su apoyo al zapatismo, su participación y vinculación con las comunidades en resistencia, habían hecho que yo tomara conciencia acerca del movimiento indígena en Chiapas. Le agradecí.

Tras oír mis palabras el se llevó suavemente sus manos al pecho, sonrió y escribiendo en mis ojos dijo--“¿En serio por mi te interesaste por la situación de los zapatistas? –Sí, sí contesté. El sonrió con más fuerza. Me dio unas palmaditas en la cabeza y en el hombro.  Firmó el libro. Me fui de allí. Tenía en el pecho la misma sensación que me dejaban los mimos de mis abuelos.

Olvidé el encuentro, continué siguiendo la pista de los zapatistas, viví.  Años después el 18 de Junio de 2010 leí que él había muerto en la Isla Lanzarote. Estuve triste un rato. Con él se había ido para mí algo de la bondad y la esperanza en este mundo. Pensé en el zapatismo y en lo que sería de las comunidades. Yo estaba lejos de México. Entonces  “Todos los nombres” se me agolparon y decidí  garrapatear algo sobre aquella ocasión en la que, gracias a mi padre y a mi abuela, había coincidido con Saramago una tarde  de Julio.